jueves, 17 de septiembre de 2015

Homilía FIESTA DE LA IMPRESIÓN DE LAS LLAGAS DE SAN FRANCISCO DE ASÍS.

De la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas. 6, 14-18.

Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme, si no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Estar o no estar circuncidado, no tiene ninguna importancia; lo que importa es ser una nueva criatura.

Paz y misericordia para todos los que siguen esta norma, y para el Israel de Dios. En adelante no quiero que nadie me cause más dificultades, ya llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo permanezca con ustedes. Amén.



LA GLORIA DEL CRISTIANO:
LA CRUZ DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.
Por las llagas se convirtió Francisco en imagen del Crucificado

Hola hermanos y hermanas, paz y bien.

Hoy celebramos una fiesta franciscana, que gracias al papa Benedicto XI quien la concedió a los franciscanos, la celebramos en este día. Pero veamos lo que significa esta fiesta. 

Celebrar esta fiesta es celebrar el hecho de que san Francisco le fue permitido del Señor Jesús, participar de sus dolores y de sus llagas en su cuerpo. Un biógrafo de san Francisco, san Buenaventura, nos narra el hecho de la estigmatización de san Francisco con gran elocuencia: 
"Francisco, fiel siervo y ministro de Cristo, dos años antes de entregar su espíritu a Dios, habiendo iniciado en un lugar elevado y solitario, llamado monte Alverna, la cuaresma de ayuno en honor del arcángel San Miguel –inundado más abundantemente que de ordinario por la dulzura de la suprema contemplación y abrasado en una llama más ardiente de deseos celestiales–, comenzó a experimentar un mayor cúmulo de dones y gracias divinas.
Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y transformado, por el efecto de su tierna compasión, en aquel que, en aras de su extremada caridad, aceptó ser crucificado, una mañana próxima a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en uno de los flancos del monte, vio bajar de lo más alto del cielo así como la figura de un serafín, que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se hallaba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Y apareció no sólo alado, sino también crucificado: tenía las manos y los pies extendidos y clavados a la cruz, y las alas dispuestas, de una parte a otra, en forma tan maravillosa, que dos de ellas se alzaban sobre su cabeza, las otras dos estaban extendidas para volar, y las dos restantes rodeaban y cubrían todo el cuerpo.
Ante tal visión quedó lleno de estupor y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. En efecto, el aspecto gracioso de Cristo, que se le presentaba de forma tan misteriosa como familiar, le producía una intensa alegría, al par que la contemplación de la terrible crucifixión atravesaba su alma con la espada de un dolor compasivo. Al desaparecer la visión después de un arcano y familiar coloquio, quedó su alma interiormente inflamada en ardores seráficos y exteriormente se le grabó en su carne la efigie conforme al Crucificado, como si a la previa virtud licuefactiva del fuego le hubiera seguido una cierta grabación configurativa.
Al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, viéndose las cabezas de los mismos en la parte interior de las manos y en la superior de los pies, mientras que sus puntas se hallaban al lado contrario.
Asimismo, el costado derecho –como si hubiera sido traspasado por una lanza– llevaba una roja cicatriz, que derramaba con frecuencia sangre sagrada.
Y, luego que este hombre nuevo Francisco fue marcado con este nuevo y portentoso milagro –singular privilegio no concedido en los siglos pretéritos–, descendió del monte el angélico varón llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne".
Celebrar esta fiesta significa, no solo para los franciscanos, sino para todos los cristianos que tenemos que gloriarnos solo en la Cruz del Señor, pero también de que las señales de su pasión las llevemos impresas en el alma, de tal forma que experimentemos su infinito amor, su más grande demostración de amor, y que por esta impresión llevemos el buen olor de Cristo a los hermanos alejados. Que feo es que un padrecito quiera que los demás se acoplen a él, que todos se reúnan en torno a él, que quiere que todo se haga en torno a su persona, o que no sepa delegar. Que feo cuando un cristiano no da buen testimonio, y más aun que es causa de división por las criticas destructivas. Que difícil cuando una parroquia o una comunidad religiosa, y más franciscana, no sale al encuentro de los hermanos, no los recibe como si fueran de casa, cuando las comunidades cierra la oportunidad de salvación a cualquier hermano o hermana que quiera la conversión. Esto que he mencionado no va de acuerdo con ser portador del buen olor de Cristo, quien hace lo que he dicho no ha comprendido o no ha impreso en su alma las llagas del Señor, que no vino a servirse sino a servir.

Hermanos y hermanas franciscanos, seamos realmente humildes, comprensivos, no solo de discurso sino de verdad. No permitamos que la vanagloria del mundo nos atrape y nos olvidemos de nuestra mayor gloria, recuerden que lo único que podríamos gloriarnos es de nuestros propios pecados. No demos mal testimonio. Y en fin a todos los que seguimos a Cristo nos ayude el Señor a ser portadores del buen olor de Cristo a los hermanos, que salgamos y abramos las puertas del corazón, de nuestros grupos, de nuestras parroquias, de la Iglesia.

¡Feliz fiesta de san Francisco de Asís!

Fray Juan Gerardo Morga, OFMCap.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario